jueves, 7 de mayo de 2009

El Bosque.

A pesar de que siempre tienes la sensación de escribir lo mismo, de usar las mismas palabras, las mismas formas, a pesar de todo eso, hoy sientes diferente. Hoy, la Ciudad que dormita en tus brazos, mecida bajo el lento ronroneo de los árboles que nunca duermen, crea un espectáculo de luces y sonidos que parece casi mágico, con sus licántropos dormidos en cartones, desahuciados de sus cuevas y acompañados únciamente por sus cartones de vino; los duendes rojos, salvajes y borrachos, de cabeza rapada; los magos con sus pipas y hierbas mágicas; los caballeros. Y el Monstruo que habita en ese árbol, en ese armario, en ese cuerpo, ese cuerpo que se transforma y se come un par de ancianas grises, de moños oscuros, zapatillas de paño y corazas metálicas, defensoras de la paz y el orden de la ciudadela. Pero en el fondo de El Bosque, en lo más profundo y oscuro, ahí se encuentra el Caballero Solitario, siervo y cuidador de los Ojos del bosque y de los pequeños sentimientos, esos seres repudiados por la sociedad a la más completa soledad, castigados a no ver más que la noche, a no oir más que el silencio y el llanto quejumbroso de los muertos. Pero el Caballero tiene un arma, la más poderosa de todas. Es una bolsa que guarda en su interior, donde no hay nada, vacía, yerma. Y ahí esconde los sentimientos, se los lleva, los secuestra de la oscuridad, se los roba, se los come y se los guarda muy adentro, en una esquinita de su saquito, en un pliege recóndito donde los deja pelear, que se conozcan, se amen y odien. Y allí permanecerán, a salvo de todo lo ajeno, llenando su silencio de miedo y onomatopeyas.

No los busqueis, son todos míos.