viernes, 20 de febrero de 2009

Escombros bajo los escombros.


Una cámara de vídeo graba un verano, una playa, un niño con cubo y pala que hace un castillo de arena y lo destruye porque no le gusta, porque le ha salido deforme, débil, sin contrafuertes que resistan el oleaje, sin una fosa que se defienda del enemigo más temido, el cangrejo y el agua. Ni un mal cocodrilo que se coma los intrusos que osan destruir su fortaleza. Un castillo de arena en medio de la nada que acaba pisoteado por un ser superior en tamaño y fuerza.

A muchos kilómetros físicos, un niño destruye un muro, con un cubo y una pala, un muro de cemento, de hormigón armado de hierro y piedras. Más allá no sabe lo que hay y es eso lo que le hace seguir adelante en su tarea, lo que le anima a continuar en su ardua labor de destructor de un muro que apareció de la nada y le separó de su familia, de sus amigos de otro país, de otra cultura. Y continúa destruyendo, de a poco, pero lo intenta, con ganas, primero un poquito, luego un gran hueco que le enseña un cielo azul, con nubes blancas, con pájaros diferentes a los que se ven desde su casa, desde la sombra de una palmera.

Y se oye en el telediario, en la radio. Se lee en toda la prensa. Un niño destruye el muro que separa su vida de infante de su vida de adulto. Un muro inexistente para la mayor parte del Mundo pero más que visible para los pueblos que viven a uno y otro lado. A través de dicho muro se puede oir a la gente llorando, de felicidad quiere suponer nuestro pequeño amigo, y se crece por dentro: está cambiando el mundo, la tierra que pisa, simplemente por andar jugando con sus materiales de niño pequeño e inocente.

Pero se oye un gran estruendo y nadie dice nada, y nadie llora y nadie grita. Una bomba sepulta los escombros de otra bomba que produjo más escombros. Y nuestro pequeño amigo desaparece. Su muro desaparece. Su hueco en el muro desaparece. Su vida...¿qué decir de su vida? Pues eso, que desaparece. Para siempre.

Y solo queda el recuerdo de un niño jugando en la playa con un cubo y una pala que, grabado por una cámara de vídeo varios años atrás, produce ternura y emoción.

Nuestro niño se ha hecho mayor. Qué bien. Qué suerte.

miércoles, 4 de febrero de 2009

La noche.

Hay días que pasan, sin más ni menos, días que no echas cuenta cómo han pasado las horas, días en los que duermes sin más mientras caminas y mientras te mueves como un autómata. Y hoy era un día de esos, un día de los de nada. Pero ha habido un problema: hoy la ciudad se ha llenado de negro, de oscuridad, hoy la Noche ha alcanzado al Sol, al astro Rey, lo ha secuestrado para sí y lo ha escondido para que nadie pueda verlo. Hoy se ha inundado todo del negro.

La Señora de la noche ataca con agua, con viento, con caos, desconcierto y atascos a la ciudad. Al ruido le ha nombrado Señor de la Guerra, Comandante en Jefe de su lucha por la posesión de las horas y éste ataca indiscriminadamente contra todo el mundo, con ambulancias que rompen el silencio de la noche, con bebés que lloran y maman por joder, con la rebelión y lucha encarnizada de todo los cuadrúpedos, el levantamiento de los reptiles, llegando a tomar por completo edificios, camas y pensamientos, miradas y roces.

Hoy la Señora de la Noche, de la Oscuridad, ha dado un escarmiento a todos aquellos que osaron reirse de ella y maldecirla.

Bien hallada.

El viento que te trajo hasta mí.

Las palmeras llevan toda la mañana balanceándose al son del viento, con su ritmo, despeinándose, meciendo las miradas de los transeúntes, de los vecinos, de los mendigos que, arropados con mantas robadas, sucias, pero decentes, piden en la calle una limosna para gastar en un simple litro de vino o cerveza y un mendrugo de pan. Y es que las penas con pan son menos. Siempre.

Las ventanas azotadas por el viento intempestuoso, la ropa que baila al son del sur, dos pinzas que sujetan y llevan el ritmo para que no vuelen, mientras de fondo se oyen canciones que suenan antiguas, con ruido, a disco de vinilo de padres jóvenes, a guateques donde meterse mano, con guitarras poco precisas, un piano desafinado al sol que calienta tus manos mientras tocas...Y será domingo, manoseándo la palabra viernes, desenredando el fin de semana, ese fin de semana que te apetece estar solo en casa, fumando. Porque decides fumar y desaparecer de esta ciudad un par de minutos con cada calada, con cada bocanada de humo que te llena los pulmones de penas negras, de ruido de ciudad...Toda la noche en vela, jugando con la luna llena.

Y te levantarás con la sensación de que el día es largo y aprovechable, con el regusto amargo en la boca y en los ojos de los días que están destinados a ser días vagos, con la sensación de necesitar cientos de mantas que te aprisionen y te hundan en la cama, dando calor y confort a una cama deshabitada, vacía de sentimientos, con música de jazz, de soul, con algunos detalles de cantante y guitarra, de concierto acústico pobre de fondo, mientras tu cuerpo grita, llora y ríe por lo bien que te cuida Lisboa, por lo bien que te sientan los veinte, por cómo sientes que tu cuerpo crece en el interior de una botella llena de arena y piedrecitas, buscando besos en las sábanas de otros apátridas como tú. Pero sonríes, porque Joaquín y Joan Manuel te sonríen como dos pájaros matados de un tiro, porque dos protagonistas se asoman de una estantería, uno con una guitarra colgada, la otra con una bufanda caliente, con un título tan sugerente como Once, como Una vez, como Quizá nunca o Quizá siempre...

Quizá algún día de sol y viento vuelvan a salir las letras de cada uno de tus dedos...Y el cielo se vuelva violeta.