miércoles, 18 de marzo de 2009

El silencio es el fin.

Debes parar cuando encuentras la callada por respuesta. Debes parar cuando el silencio se pasea entre tú y yo, cuando el silencio rompe ventanas. Debes dejar de chillar cuando ves que me tapo los oídos, cuando cierro los ojos con fuerza esperando que al abrirlos hayas desaparecido. No debes agarrarme del brazo e intentar retenerme. No debes. No voy a salir corriendo, ni voy a pegarte. No voy a cerrar más la puerta de un portazo. Tu puerta ya no es mi puerta, tu puerta ya no da a mi calle. Cuando oyes los pasos alejándose por el pasillo y no te escuchan, es el final. Cuando has dejado de oirlos, eso es el final.

Quédate con esto, tú que no entiendes. Quédate con mi mirada, con mis ojos rotos, con la arena que traje de la calle pegada en el zapato, con mi camiseta. Con el tabaco que me fumaste, con las canciones que ya nunca jamás escucharé.

¿Y ves esta baldosa? ¿esta línea del suelo? De aquí para allá he sido tú y yo, todo aquello ha sido nuestro. Para acá lo que queda lo camino solo, sin nada más en las manos que mi propio corazón.

Ahí te quedas, compañero.

lunes, 16 de marzo de 2009

Qué bien.

Un pájaro posado en la ventana que no sabe volar, que quiere, pero no puede volar. Un pájaro que se merece un pequeño empujoncito de su madre, ese poco de confianza para que extienda sus alas y vuele. Su madre no está, así que le pegas un pequeño empujón y el pájaro, justo una milésima de segundo antes de caer, te mira y te pregunta por qué lo has matado, con ojos de corderito degollado.

Y el pájaro cae, desde un piso quince, a una velocidad de trece metros por segundo.

Cuando choca contra el suelo y se desparraman sus sesos y sus vísceras, tú te das cuenta que ya estabas muerto antes del piso número nueve.

Tú y tus sentimientos, muertos los dos, echos una pelota y lanzados a una papelera llena de pañuelos de mocos y folios a medio escribir.

Qué bien tu vida. Qué bien.