martes, 8 de febrero de 2011

Amanecer, aunque sea noche, deborando tempestades. Encontrarte algún día contando los cristales de mi pecho, llenando mis pequeños pulmones de tu rabia desmedida, de tu calma muerta, de los colores de mi tierra, de la tierra de mis manos que se enganchan de tu pelo del color de la amapola. Mi boca, que retuerce y estremece tus senos de mujer madura, tus arrugas de mujer amada, tus ojos nublados por el tiempo y la pena. Mi boca que debora tu carne muerta y la consagra en el altar con el vino del Hijo. Mi hijo. Mientras la lluvia de mil limones cae sobre mis ojos y mis heridas. Cinco trombones, dos cornetas y la trompeta del arcángel esperan en la puerta a que te vistas y te termines la sopa. Los centauros vienen con chaquetas moradas y pantalones blancos, los lestrigones vienen desnudos, esperando encontrar consuelo en los brazos de mujeres sin alma. Yo debo cargar, de repente, con el peso de mis años vividos y de los que no deberían haber llegado todavía, con el peso de esta luz y de este orbe que es mi sol que llevo a hombros. Arrastrando el amor que muerde mi boca, mi sangre que quema mis manos. Mi dolor que se evapora. Ahora es mi sombra la que vuela, mi pelo el que se enreda.